De acuerdo a los resultados de la versión 2017 del estudio Minerobarómetro –que realiza la empresa de estudios de opinión Mori junto a la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC)–, el 61% de los chilenos se muestra “satisfecho” o “muy satisfecho” con la contribución de la minería al desarrollo del país.

Por Patricio Varas

Sin embargo, la misma investigación muestra un deterioro en la percepción del liderazgo del sector: su identificación como la “mejor industria” alcanza el 26%, la cifra más baja desde que se comenzó a realizar este estudio en 2005.

Si bien este retroceso tiene distintas interpretaciones con respecto a sus causas y responsabilidades, las relaciones comunitarias constituyen un ámbito que es necesario analizar bajo el prisma de fenómenos que tienen alta incidencia social actualmente.

Danae Mlynarz, gerenta del proyecto Institucionalidad de Diálogo Territorial (IDT) que impulsa la Alianza Valor Minero, menciona como una de estas variables la “situación generalizada de desconfianza” que predomina en Chile. “Están cuestionadas diversas instituciones y actores, por tanto, un factor como la confianza tiene un impacto relevante en la relación entre las empresas y el territorio”, resalta.

El comportamiento reactivo de las empresas también es reconocido como un aspecto que está afectando negativamente la interacción entre los proyectos productivos, y la realidad local a la que se integran.

“La inversión social y los aportes voluntarios a las comunidades deben dejar la lógica transaccional y asistencialista, y transitar hacia mecanismos que contribuyan a la generación de capacidades y condiciones locales, para un desarrollo de largo plazo y efectivo”, sostiene Rodrigo Morera, socio y jefe de Proyectos de Rubik Sustentabilidad.

A la vez, el especialista estima necesario recalcar que en la última década la minería ha sido uno de los sectores con mayores avances, considerando sus características, desarrollo histórico y relevancia territorial de sus operaciones.

María Eliana Arntz, directora ejecutiva de Fundación Casa de la Paz, también reconoce este avance. “Hoy todos los proyectos mineros importantes cuentan con alguna estrategia de relacionamiento comunitario; se acabó el período de sordera, en el que se eludían las afectaciones a las comunidades aledañas: es una muy buena noticia”, indica.

A la vez, enfatiza que en la actualidad el foco debe estar puesto en aplicar una visión más estratégica de gestión social y ambiental.

Espacio de validación

Este año es clave para el proyecto Institucionalidad de Diálogo Territorial (IDT). Corresponde que en los próximos meses se presente el diseño de una política pública que establezca las bases de un sistema de diálogo permanente, que sirva de soporte a las relaciones en torno a grandes proyectos de inversión.

Tanto su directorio como los equipos de trabajo están integrados por representantes de los sectores público, privado y de la sociedad civil, de tal manera de enfatizar la dinámica de interacción que se considera impulsar.

La experiencia piloto del IDT se ha realizado en la comuna de Sierra Gorda (Región de Antofagasta). En esta área geográfica se han materializado inversiones mineras por un total de US$ 9.000 millones en los últimos 12 años, en tanto que para la próxima década se proyecta una cifra similar asociada a proyectos de expansión.

Destacando que esta zona cuenta con experiencia acumulada de relacionamiento comunitario, Danae Mlynarz señala que el trabajo en terreno ha permitido reconocer y validar la efectividad del trabajo efectuado.

“La existencia de una institucionalidad otorga certezas a quienes forman parte de los proyectos, tanto a los inversionistas como a las personas que habitan los territorios donde se insertan, desde una etapa temprana y durante todo el ciclo de vida”, explica la gerenta de IDT.

Además, en esta experiencia preliminar se ha evaluado el funcionamiento de instancias claves definidas para el proyecto: mecanismo de apoyo financiero; instancias de facilitación, mediación y asesoría para el diálogo; y certificación de competencias y habilidades técnicas de quienes ejercen estas tareas.

María Olga Vallejos, profesional del Centro UC de Políticas Públicas y coordinadora del diseño del sistema de certificación de IDT, resalta que este modo de vinculación también implica transformaciones internas en las compañías.

Se trata de instalar una nueva lógica a nivel empresa en su conjunto, no sólo en aquella unidad que trabaja las relaciones a nivel territorial; logrando privilegiar el largo plazo y buscando el desarrollo de proyectos de inversión que posibiliten el desarrollo, y no sólo la puesta en marcha de un negocio”, sostiene la especialista.

Desde esta misma perspectiva corporativa, Rodrigo Morera detecta carencias en la incorporación de la dimensión comunitaria en la cultura organizacional, y en los espacios que involucra el negocio.

“Las diferentes áreas de la empresa tienen incentivos muy variados, donde el largo plazo no necesariamente es lo más relevante; esto hay que trabajarlo, hay que instalar al interior de la empresa la importancia de una buena convivencia. También hay que involucrar a contratistas y proveedores que, finalmente, son la cara visible de la empresa ante la comunidad”, puntualiza el profesional.

Factores de éxito

En relación con las condiciones para obtener el máximo beneficio de este tipo de procesos cooperativos, María Olga Vallejos menciona la legitimidad que otorgan las partes involucradas. “Es importante entregar garantías o condiciones mínimas, pero también es necesario evitar que estas dinámicas se entrampen en un modelo demasiado seccionado, burocrático y poco flexible”, advierte.

Rubik Sustentabilidad ha estado a cargo del diseño específico del sistema de gestión considerado en el proyecto IDT, en alianza con el centro de estudios Espacio Público. Basado en esta experiencia, Rodrigo Morera también otorga responsabilidades a las instancias públicas. “A través de distintos mecanismos regulatorios, de incentivos de colaboración u otros, el Estado debe velar por una mejor convivencia y relacionamiento entre los proyectos de inversión, particularmente los extractivos, y las comunidades colindantes”, comenta.

En este sentido, el consultor valora el programa de acuerdos voluntarios de pre-inversión y diálogo tripartito que ha impulsado la Agencia de Sustentabilidad y Cambio Climático.

María Eliana Arntz agrega que en esta materia es importante asumir que “el proceso importa tanto como el resultado”, y plantea tres indicadores de calidad de los acuerdos: su focalización en medidas que aporten al bienestar general; la centralidad y correcta identificación de los impactos ambientales y sociales; y el fortalecimiento de la cohesión en las comunidades.

Experiencia en el Salar de Atacama

Una experiencia para observar es la de Albemarle, empresa que mantiene un convenio de asociación con las comunidades vecinas a su operación y las autoridades públicas locales.

Algunos elementos centrales de este modelo cooperativo, que asume explícitamente un enfoque de acción territorial, son:

-La compañía compromete un aporte anual a las comunidades equivalente al 3% de sus ventas de carbonato de litio y cloruro de potasio producido en su planta ubicada en el Salar de Atacama.

-Los recursos aportados se destinan a programas de educación, innovación y emprendimiento, que son definidos a partir del diálogo y compromiso entre las partes.

-Se contempla el acompañamiento y asesoría de un tercero independiente que promueve tanto la gobernanza económica de los recursos, como el fortalecimiento institucional de las organizaciones indígenas.

-Considera el monitoreo y fiscalización conjunta de aspectos ambientales, especialmente aquellos vinculados a los recursos hídricos del Salar.

-Todas las temáticas de interés se tratan en mesas de trabajo permanentes, las cuales tienen la responsabilidad de hacer seguimiento y evaluar los avances y resultados de los acuerdos tomados.

FUENTE: Minería Chilena